POLÍTICA

¿Triunfo?

¿Triunfo?

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El PRI no estaba muerto; que no es lo mismo que goce de cabal salud, no al menos para celebrar hoy el 2012.

Una elección intermedia son en realidad 300 elecciones distritales con 300 candidatos que responden a dinámicas locales, más aún cuando ocho entidades federales celebran comicios concurrentes.

El aserto tiene su correlativo hacia dentro del PRI: No gana propiamente el PRI en tanto entidad nacional, como los gobernadores priistas y sus candidatos y circunstancias territoriales específicas. Gana, sí, una buena coordinación de fuerzas, más no una fuerza coordinada. De ahí el primer, y quizás más grande reto: no es lo mismo que las fuerzas priistas se pongan de acuerdo en seleccionar e impulsar candidaturas locales a seleccionar y llevar al triunfo a un candidato presidencial, como tampoco acordar, impulsar y sacar adelante un proyecto de Nación que recupere el rumbo perdido por México de tiempo atrás.

Se habla mucho del proverbial pragmatismo tricolor, pero tenemos que hacernos cargo que éste, tratándose de elección del ejecutivo federal, o asuntos de gran calado, suele ser avasallado por nuestra también proverbial y centrífuga voracidad de poder.

El reto, pues, es procesar este innegable triunfo en sus méritos y no sobrecargarlo de futuros. Por igual, entender que no es una victoria del PRI sino de muchos PRIs que hoy carecen de solución de unidad y proyecto político común. Y aquí es el pragmatismo el que nos daña: Tirios y Troyanos han colaborado juntos en tiempos de vacas flacas, pero nada asegura que lo hagan en un horizonte de bonanza y menos aún en materias que demandan definiciones de fondo, responsabilidad compartida y costos políticos. Aunado a lo anterior, está el fenómeno que llamo cáncer priista, burocracia de pedigrí cuya taxonomía se halla en un mestizaje de entenado y secuestrador, que tan pronto un tejido nuevo y sano brota en el PRI lo abraza y encarna hasta matarlo. Para este cáncer el triunfo del 2009 proporciona espacios vitales de enquistamiento que, si no logran inocularse, están condenados a la entropía, suerte que correrían, por igual, los sueños húmedos del 2012.

Lo fácil es esperar la ola del descontento y treparse en ella, pero en un clima de desencanto como el que vivimos ello no es suficiente. México no necesita cachavotos, requiere un nuevo acuerdo en lo esencial. Nuestra disyuntiva histórica -no electorera- está en decidirnos entre seguir cazando olas o construir un nuevo proyecto de Nación. Lo anterior exige una determinación previa: el PRI tiene que decidirse entre seguir siendo un conglomerado de intereses o el abanderado del interés nacional.

No es un problema de marketing electorero, es un asunto de definición y responsabilidad política. La ciudadanía, quien ha expresado su abierto rechazo al desempeño de gobierno, políticos y partidos, sabrá distinguir entre los nuevos flautistas de Hamelin y los políticos verdaderos, si nos decidimos a serlo. Eso es lo que la gente espera y demanda. No cometamos el error de que por haber sido sacados de Los Pinos por un merolico, pensemos que la única forma de regresar a ellos es convertirnos en uno.

No es tampoco un problema de personajes carismáticos y mediáticos que nos liberen de nuestras responsabilidades colectivas e ideológicas, sino de hacer frente a ellas.

La disyuntiva no es fácil, en política nada lo es: o impulsamos con visión de estadista las reformas de gran calado que México demanda desde hace ya 15 años y afrontamos los costes inherentes, o por cálculos electoreros y de coyuntura nadamos de muertito en espera del 2012, a riesgo de recibir entonces retazos de patria.

Ahora bien, no es sólo la lectura interna la que debe preocuparnos. Tras el hartazgo y lodazal electorero, así como el rotundo fracaso gubernamental, la ciudadanía generó sobreexpectativas que difícilmente el Congreso podrá satisfacer. El PRI tiene mayoría relativa en la Cámara de Diputados, pero el PAN mantiene la suya en el Senado y encabeza la Presidencia de la República, y si bien ésta ha acreditado ser lamentable, partidizada e impotente (por decir lo menos), poco es lo que pueda hacer una mayoría de diputados con un diseño institucional de dos legitimidades comiciales de origen, una presidencial y otra parlamentaria.

Tenemos que hacernos cargo que nuestro diseño institucional, pensado para un presidencialismo fuerte, prohíja conflicto entre poderes y parálisis estatal. No todo es imputable a la adolescencia de nuestro sistema de partidos, muchas veces la conflictividad política deviene de la ausencia de espacios e instrumentos institucionales para procesar disensos y construir consensos. Nuestra realidad es de gobiernos divididos, pero nuestro andamiaje institucional es para un régimen presidencial de partido hegemónico.

Por otro lado, las condiciones globales tampoco ayudan y es iluso pensar en una recuperación económica y social en los próximos años. Así las cosas, no porque haya una nueva composición en la Cámara de Diputados se van a exorcizar los males de nuestra circunstancia.

Los índices de economía, empleo, inversión, industrialización, rezago educativo y científico, seguridad y salud no van a variar por un cambio en la composición de un órgano legislativo. Podrán, sí, sentarse las bases para inducir y procrear dichos cambios, pero no será algo que veamos de la noche a la mañana, y, además, sería una irresponsable cargarle al legislativo responsabilidades que corresponden a otros ámbitos y ordenes de poder, cosa que no dudo hagan Calderón y cuates.

El Ejecutivo y su partido culparán al PRI de todos los males habidos y por haber. Y como esto es lo único que Calderón aprendió en política, es lo único que le sale bien. El PAN, no obstante su poder desde hace nueve años no ha dejado de victimarse por una realidad que asume ajena e impuesta por fuerzas del mal, y no hay razón para que abandone esta psicosis con que se exime de su responsabilidad y de la realidad.
Ahora bien, por encima de lo que las elecciones digan a los partidos, a México como nación le presentan un riesgo mayúsculo: el hartazgo electorero es manifiesto; como nunca la ciudadanía expresó su contrariedad por cómo gobierno, partidos y políticos manejan la cosa pública. Hastío que no puede negarse. Pasamos del sobreentusiasmo y sobreexpectación democráticos de los noventas, al desencanto y demencia de la presidencia matrimonial y de allí al gobierno fallido y partidizado de Calderón. Hoy México se halla en el umbral de sumar a su desilusión democrática la posibilidad de imputar la democracia de impotente.

No puedo negar el enfado que expresó el voto nulo; tampoco la explotación interesada que de él hizo el oligopolio mediático y sus intelectuales de bolsillo (sin hacerse cargo, como siempre, de la responsabilidad que les corresponde); a pesar de ello y ellos, el reclamo ciudadano es fundado, sentido y válido; no obstante, sería suicida no apuntar que estamos jugando con fuego: nada puede ser más peligroso que al amasijo de nuestras crisis agreguemos la creencia de que la democracia es, además de conflictiva y costosa, inútil e improductiva. Asumir la impotencia democrática es abrir caminos al autoritarismo que México no merece y que será alimentado con libertades, derechos y vidas. De cara a este fenómeno, ciudadanos, políticos y partidos tenemos el mayor de los retos y enfrentamos el más álgido de los peligros. De caer la democracia, lo hará con nuestros derechos y libertades. Lo que está en juego es mucho más que el financiamiento de los partidos, el reparto del aparato de poder y los negocios mediáticos asociados, nos va la ciudadanía y la libertad y derechos que la sustentan.

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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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